LOS SÁBADOS A LA MAÑANA

El paso lento de las señoras con changos contrastaba con el ajetreo generalizado de los puesteros. Las señoras, con paciencia y ojo clínico, miraban la mercadería y preguntaban precios. Algunas, las más asiduas, saludaban y conversaban con los vendedores. 


Iban de un lado a otro recorriendo los pasillos mientras ojeaban el pequeño papel con lo anotado para comprar. A la hora de pagar lo hacían sacando billetes enrollados de un pequeño monedero de mano, ya gastado por el uso y el tiempo. Si el puestero estaba con mucho trabajo, algunas se animaban a dejarle el dinero directamente encima de la mercadería e irse. Es que había mucho para comprar, y no se debía perder el tiempo en un sólo lugar. Los buenos productos y las mejores ofertas se terminaban rápido. 


No era difícil encontrarse con alguna vecina o algún conocido. Tampoco era difícil ver a las señoras apoyadas en sus changos conversando de sus familias, lo que iban a cocinar, y de lo caro que estaban las zanahorias. Mientras, los demás, tratábamos de esquivarlas en el pasillo sin perder el equilibrio.


Ir los sábados a la mañana (y había que ir temprano) solía ser algo tan cotidiano que nadie se había percatado de lo importante que era para el barrio. Se trataba de conocer a los que compraban y también a los que vendían. El trato con el otro era lo que le daba valor agregado al negocio.


Cerca del mediodía el griterío era aún mayor. Ya comenzaban a verse los restos del día por los pasillos, y algunos puesteros empezaban a guardar lo que no se vendía. 


Entonces, de a poco, todos emprendíamos la vuelta. Los changos cargados pesaban más, pero el paso ya no era tan tranquilo como a la mañana. Todas las señoras querían llegar lo antes posible para guardar lo comprado y comenzar a preparar el almuerzo familiar. Mientras tanto, en cada casa, se conversaba sobre las últimas novedades de los vecinos y del barrio, traídas directamente desde la feria.

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