UN PUERTO, TRES CIUDADES (sentidos, I)

Dicen que los sentidos son los que más rápido despiertan los recuerdos. Podría decir que es cierto. Por ejemplo, cada vez que veo el Río de la Plata o cualquier otro río, recuerdo ese viaje a Salvador donde mi novio y yo nos sentábamos a ver el atardecer  sobre el puerto de la ciudad. Fue ahí donde, por primera vez en 27 años, pude relajarme y dejarme llevar por la tranquilidad del paisaje. Fue también durante esos atardeceres donde comprendí cuán pequeñas que pueden ser las cosas que hacen de vivir algo que valga la pena. 


Podría decir que esa terraza es mi lugar feliz. El lugar al que vuelvo cada vez que lo necesito. Cuando Buenos Aires se torna furiosa y agresiva, pensar en esos barcos navegando lentamente por la bahía me recuerdan qué es lo verdaderamente importante. En cierta forma, mirarme mirando ese puerto me devuelve la paz al alma.


Pero pensar ese puerto también trae a mi memoria otros puertos y algunos recuerdos de la infancia. A diferencia del de Salvador, la ubicación del puerto de Montevideo en una bahía natural es motivo de orgullo: "el puerto de Montevideo es natural, mientras que el de Buenos Aires no" repetía mi maestra de sexto grado, mientras trataba de dictarnos algo sobre el sitio a la Montevideo colonial. 


Mi maestra se llamaba Daniela y en el aula nadie la contradecía. Tampoco lo hacía yo, que no la quería mucho porque nos dictaba los cuentos y también sus moralejas. En ese entonces ya era una alumna retraída y callada, pero con mucha lectura encima. "De qué sirve - le decía a mi vieja - que me diga la conclusión que tiene que dejarme el cuento? Acaso no puedo pensarla por mí misma?" Con el tiempo entendería que el método de enseñanza de Daniela era la norma y no la excepción dentro del sistema educativo. Mientras tanto, quién sabe cuántas generaciones de niños crecieron escribiendo en sus cuadernos que Buenos Aires sitiaba Montevideo porque "los porteños nos tenían envidia"...


El puerto de Montevideo tambien era lugar de paseo con mi familia los domingos por la tarde. Ir al puerto era salir a admirar esos enormes barcos que llegaban a nuestro pequeño y humilde país desde lugares extraños y lejanos. El contraste entre mi altura y la de esos monstruos del mar era significativa. Estos son recuerdos que me devuelven una imagen de pequeñez frente a lo grande que debe ser el planeta. 


Con mi familia leíamos los nombres de los barcos y tratábamos de identificar las banderas que flameaban en lo alto. En cierta forma, y haciendo a la distancia una relectura de esos paseos, podría decir que en realidad jugábamos a entender el mundo. Este barco es de Portugal? Y este, será de Asia? En qué idiomas hablarían los que venían en esos barcos? Estarían desde hace mucho en el mar? Extrañarían a sus familias? Por qué habrán decidido salir de sus países? Les gustará viajar?


Después de 1995, mi propia historia también se escribe en los barcos, pero estos ya no son de los que se miran a lo lejos como si se tratara de una obra de teatro. Tampoco son de  los que intimidan. Estos barcos se mueven entre el puerto de Buenos Aires y el de Montevideo, y en ellos soy una de las tantas uruguayas anónimas que viajan de vez en cuando a visitar su país. 


Fueron esos viajes los que me recordaron esas preguntas que hacía pensando en los marineros del puerto, sólo que ahora me tenían a mí misma como protagonista. Las respuestas fueron apareciendo durante mis primeros meses en Buenos Aires. Mis conclusiones sobre el exilio, claro está, llevaron un poco más de tiempo. Y por suerte, ya no hubo nadie que me las dicte.

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