Pequeñas Canciones Recordables (I)



Corre el año 1989 y estoy junto a mi familia haciendo la cola de ingreso al Club Albatros de Montevideo. Es febrero: mes de calor, playa y carnaval en Uruguay.

Dentro del club hay mucha gente, y la espera afuera se hace intensa. Hace calor y mi viejo me entretiene contándome que los Albatros son unos pájaros que se parecen a las gaviotas. Quizás eso me hace acordar a Médanos de Solymar. Quizás pienso en playa. Pero esa noche festejo mis cinco años y yo sólo quiero vivir el carnaval.


Entramos al lugar, y buscamos sentarnos en los largos bancos de madera frente al escenario. También, hay dos pequeñas tribunas, pero ya están repletas. Algunos viejos precavidos se han llevado sus sillas plegables, y ya se sentaron en el pasillo central para ver mejor el escenario. 


Recién actuó una murga poco conocida, y ya estamos en el intervalo esperando los platos fuertes de la noche. Las luces del lugar se prendieron y la gente comienza a circular. Algunos vecinos se saludan, otros opinan sobre lo recién visto. Todos ríen. Los vendedores de Papas Chips y refrescos no dan a basto. Me compro una manzana acaramelada, y en el primer mordisco se me aflojan mis primeros dos dientes de leche. Corro hacia donde están mis padres para mostrarles porque estoy contenta, todavía confío en ellos, y porque la noche de carnaval ahora es más especial todavía. 


Mientras tanto, el presentador lee los anuncios y los agradecimientos con su voz de locutor de radio AM o de presentador de boxeo, y al mismo tiempo se acomoda su traje impecable.  Trata que su voz sobrepase el murmullo generalizado y los nombres de las marcas se entiendan, pero por más que lo intente, no logra atraer la atención del público. De vez en cuando, con un tono resignado, pide que los padres presentes cuiden que sus hijos no corran por el lugar ni salten de banco en banco. Yo escucho atentamente al presentador porque estoy segura que en algún momento preguntará desde el escenario dónde estoy y me deseará un muy felíz cumpleaños. Y también sé que en ese momento me pondré colorada de vergüenza, pero me sentiré especial y correré a preguntarle a mis viejos si ellos también escucharon cuando me nombraron. 


Por detrás del presentador, la murga de turno acomoda sus cosas de manera rápida. Están colgando en la pared del fondo una lona que sirve de escenografía. Es la decoración más común entra las murgas, y también es la manera más fácil y rápida de adaptarse a los diferentes escenarios de los barrios. Todos preguntan por lo bajo quiénes serán, y algunos hasta especulan nombres. Por sus trajes se nota que es una de las murgas importantes. 
Cuando las luces bajan, todos vuelven apurados a sus puestos. El número que viene es importante, y los vendedores de gaseosas se sientan en un costado para verlo. Y ahí se revive la magia del carnaval. 


Mientras los adultos se ríen e insultan indignados con las letras, nosotros los niños (que nos sentíamos atrapados por las voces pero no entendíamos de qué hablaban las canciones) nos dejábamos llevar por lo mágico de los trajes, el maquillaje y los bailes. Opinábamos y comparábamos entre nosotros una murga con otra jugando un poco a ser jueces, mientras saltábamos entre los largos bancos de madera que temblaban bajo nuestros pies. 


Cuando el número principal termina, vuelven a prenderse las luces y todos comenzamos a guardar nuestras cosas lentamente. Esta noche de carnaval ha terminado, pero muchos volverán a repetir el rito mañana. Otros, volveremos al siguiente fin de semana, o directamente al otro año. Porque eso es lo que tiene el carnaval. Es canto con magia, es música atrapante, es un sentirse parte de algo que no sabemos bien qué es, pero que se repite verano tras verano.







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