Pingüinos

Se los veía llegar desde lejos, perdidos en sus rumbos, atravesando las olas de Médanos de Solymar. Apenas tocaban tierra y comenzaban a andar con sus pasos cortos y graciosos, los niños, entre miedosos y curiosos, los seguíamos desde atrás. 
Los pingüinos que llegaban a las costas de Uruguay no eran como los que se veían en la tele. Eran grandes, amarillentos y tristes. A mí me daban pena, pero para la gente, eran todo un espectáculo. Giraban desorientados, cansados y torpes mientras intentaban escaparse del tumulto que los acosaban. Eran algo raro en estas latitudes, pero en mi infancia de playas he visto algunos vivos y a varios de ellos juntando moscas en la orilla. De hecho, he visto más pingüinos muertos en la arena que en el zoo.
Al rato, los niños se aburrían, y se iban dispersando de a poco. Quizás, algún veraneante proponía consultar al zoológico sobre qué debíamos hacer con el animal. Pero en ese tiempo, para llamar por teléfono había que ir hasta el parador del centro. Y mientras se resolvía qué hacer, algún niño era autorizado por sus padres para llevárselo de mascota a su casa, donde siempre morían de calor, tristeza, o desatino. Porque desatinar es que el destino esté lejos de donde realmente se quiere llegar.

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