Pascuas


Tengo pocos recuerdos de risas con familia, o quizás son tantos los recuerdos de tristeza que los de risas con el tiempo quedaron así, un poco rezagados. Los domingo de Pascua deben ser de mis recuerdos favoritos. De mis recuerdos de risas, de juego. De infancia feliz.

Todos los años nos levantábamos con mi hermano de un salto de la cama, porque sabíamos que mi vieja ya nos había escondido los huevos de pascua la noche anterior, y ese día el juego consistía en encontrarlos. Entonces, íbamos recorriendo todos los recovecos del living, de la cocina, del comedor, de todo el departamento. Corríamos a abrir puertas, a correr muebles, a mirar detrás de todo porque teníamos permiso para hacerlo, porque el chiste era ese. Con mi hermano nos apurábamos, porque cada uno quería ser el primero en ver qué huevo nos había tocado ese año y porque la competencia era sana, pero competencia al fin. 

Mi vieja con el tiempo se iba perfeccionando, y cada vez costaba más dar con ellos. Por eso, cuando ya nos demorábamos demasiado, empezaba a indicarnos con frío-caliente-tibio si estábamos cerca o no. El año que más me costó encontrarlo, me acuerdo, el huevo estaba adentro del horno. El que menos, atrás de un mueble al que llegué porque el olor a chocolate  lo delataba a la distancia. Tendría unos ocho o nueve años aproximadamente, y esa fue la última vez que jugamos a encontrarlos. Pero ya había aprendido el juego y entendido su moraleja, así que nunca más pude dejar de buscarlos. No me refiero a los huevos de chocolate obviamente, si no a los momentos de risa. 



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